El tenis nacional despidió a una de las grandes figuras de su historia, dentro y fuera de la cancha. Luchador tenaz de potente servicio, como jugador, y visionario idealista, como dirigente. Enrique Morea consiguió posicionar al tenis argentino en el contexto mundial y darle estructura y orden a todos los que ingresaron a este deporte a través de las puertas que abrieran las hazañas de Guillermo Vilas, allá por la misma época.
De aspecto serio, duro, áspero y contextura robusta, terminó cediéndole a los años el privilegio de descubrir debajo de esa imagen una figura paternal que posibilitó la aproximación de los más jóvenes, como Del Potro, que encontraron en él a una personalidad destacada con quien compartir la ternura que otorgan los años.
Pasó por todos los roles al que un deportista pueda aspirar. Comenzó como jugador, fue capitán de Copa Davis, árbitro general, dirigente nacional, vicepresidente de la Federación Internacional y gozó del raro privilegio de ser Miembro Honorario del All England Tennis & Croquet Club (Wimbledon).
Devoto de la Virgen de Medjugorje, supo recorrer kilómetros cada año para llegar hasta su santuario en Bosnia y Herzegovina, en donde se permitía reconciliar al dirigente con ese ser humano de grande talla que cada vez ganaba más espacio en su vida. Atrás quedaba la estructura de la Escuela Argentina de Tenis de la que surgieron Coria y Nalbandian, los reconocimientos en el Salón de la Fama y el Club Internacional.
Un ser recto, directo y de palabra, forjó una trayectoria de trofeos y halagos, que conoció de rencillas y reconciliaciones, de alegrías y de las otras, pero en la que resulta innegable que, más allá de aciertos y errores, Enrique Morea fue un hombre que vivió motivado por la pasión, y que lo hizo “a su manera”. Pero no vivió sólo para el tenis, también lo hizo por y para su familia, de quienes recibió el amor que lo acompañó hasta su última morada en el parque Memorial.
Familiares, amigos de la vida, del deporte, ex tenistas, dirigentes, periodistas, llegados todos para despedir, en una mañana otoñal fresca y con mucho sol, a una de las personalidades del deporte argentino, a un amigo.
Va a costar acostumbrarse a su ausencia. Por eso, tal vez, será más fácil pensar que Enrique atravesó la puerta del vestuario por última vez, pensó en la cancha 1 del Tenis Club Argentino que desde hace varios años lleva su nombre, armó su bolso y tomó la senda de aquellos que dejan huella tras su paso en el camino a la inmortalidad.